martes, 27 de octubre de 2009

El canto triste de un silbato Parte II


-¡Ya vámonos, que casi son las cuatro!- gritó mi primo ese sábado, mientras terminaba de ajustarse esa especie de paleacate al cuello al que llama pañoleta.

-Vas a ver como te gusta esto de los scouts- decía mientras llegábamos al kiosco ubicado al lado de los edificios donde se reunían dentro de la Unidad.

Encontramos a varios muchachos vestidos como él. Yo ya había visto scouts donde vivo, aconstumbran renirse en una escuela con una barda donde tienen pintados varios animales, pero ésta era la primera de sus reuniones a la que asistía.

Mi primo me presentó con sus compañeros, con quienes platiqué unos minutos antes de escuchar otra vez el mismo sonido de la noche anterior; volteé hacia el lugar de donde provenía y vi a un muchaco, algunos años mayor que nosotros, con un silbato en la boca y los brazos en alto con sus puños cerrados.

Al instante los muchachos corrieron hacia donde se encontraba para formarse. Mi primo me jaló de un brazo, gritándome que lo siguiera.

Dos horas después estábamos de nuevo todos platicando junto al kiosco. Después de contarles mis impresiones sobre la junta, les pregunté que si sus reuniones también las hacían entre semana y al caer la noche.
-No, ¿por qué?- preguntaron a su vez, extrañados.
-Es curioso; hace como tres días escuché el silbatazo de reunión allá por las explanadas, donde estaban los edificos que se cayeron.

Al instante, como si hubieran caído una bomba en medio de nosotros, todos callaron. Un silencio sepulcral reinó durante largos e incómodos segundos, hasta que mi primo exclamó bruscamente:
-Vámonos, es tarde y mi mamá nos espera. Les hablo después, muchachos- encaminándose con paso rápido al departamento, conmigo detrás desconcertado.

-¿Qué fue lo que dije?- pregunté todavía, cuando ya estábamos en la recámara.
-¡Olvídalo! ¡No es nada! No quieras averiguarlo- respondió otra vez tajante, al tiempo de voltearse sobre su cama para darme la espalda y dormirse.
No volví a hablar del asunto, pero me quedaron muchas dudas en la cabeza.

Dos semanas después lo acompañaba de regreso de la panadería; ya había oscurecido y atravesábamos las explanadas, cuando el silbato volvió a escucharse.

Vi el rostro de mi primo. Yo sabía que él también lo había oído, y no solo eso, estaba convencido que él ya lo había escuchado antes; sudaba y le temblaba ligeramente el labio inferior, notablemente alterado.

Al llegar al departamento, antes de abrir la puerta me detuvo en el pasillo:
-¡Por favor, no preguntes nada! ¡No lo hagas más difícil para nosotros!- luego metió la llave en la cerradura.

Mientras, las dudas seguían acumulándose en mi cabeza.

A partir de ese momento comencé a notar un cambio en su actitud; el sabía que tenía que darme una explicación al respecto, pero su negación lo atormentaba terriblemente.

Tiempo después, un sábado al regreso de junta, pasamos de nuevo junto a las explanadas. En todo ese tiempo no había vuelto a mencionar el asunto del silbato, cuando éste dejó escucharse claramente una vez más.

El se detuvo y me miró fijamente. Sabía que la situación ya no podía seguir así. Tan sólo dio media vuelta, diciendo:
-Sígueme, vamos a caminar.

Empezamos a recorrer lentamente las jardineras desiertas de la Unidad.

-Debes comprenderme, no es fácil contarlo, mucho menos vivir permanentemente con esto, pero hay que aceptarlo porque está presente y debemos vivir con Él.
Entonces me contó la historia.

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